21.
Se mojó el rostro y se miró en el espejo. Pensó en las veces que se despertó a medianoche, en los edificios altos que se extienden por la vía expresa como gigantes amaestrados. Luego fue muy cuidadoso al salir. Entró a la cocina y vio a los mozos preparando bocaditos y sirviendo la comida en pequeños platos. Vio, lleno de terror, a uno que comía un triple con los dedos. Cogió un cuchillo enorme para cortar carne y lo escondió dentro del saco. En la puerta se dio con una señora de pelo rojo que lo miró con extrañeza.
Pasó por la sala íntima. Escuchó un par de voces. Eran Marcela y Rafaela. Ambas parecían estar preocupadas. Pensó en algo sin importancia. Se quejó del mal gusto de Marcela por los cuadros de toreros, apretando con más fuerza la punta del cuchillo contra su ombligo. La araña que colgaba del techo era de pequeños cilindros y deformaba la luz haciéndola ver cónica.
Las escaleras estaban recién lustradas y todavía se podía percibir el olor a cera. Emprendió el recorrido con naturalidad. Por cada escalón que subía había un grabado japonés colgado en la pared. Al llegar al segundo piso sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo. Entró al segundo cuarto a su derecha.
Había una pared con un estante repleto de muñecos se felpa, un tocador con un espejo, cajones con ropa. Por la ventana se podía ver el jardín. El escalofrío se volvió un nudo en la garganta. Sus pupilas tardaron en adaptarse a la oscuridad. Empezó a ver luces de colores en las paredes. Dejó el cuchillo encima de la mesa y abrió un cajón.
En uno había chompas. En otro, ropa interior femenina. Abriendo el clóset había blusas colgadas y uniformes del banco en donde había trabajado Patricia. Un ruido en el jardín hizo que se agachara. La luz proveniente de los reflectores se filtraba por la ventana. Había gritos y aplausos. Los novios habían llegado. Esto le produjo un dolor en el estómago. Nauseas. Un retortijón es como una llave inglesa. Ahora tenía que bajar a toda prisa. Pero antes, el baño del segundo piso, la cabeza hundida dentro del escusado. Vomitó los restos del pimiento que había comido a regañadientes aquella tarde.
22.
Rafaela estaba sentada en la mesa de las amigas de Marcela. Había comido un poco del asado almendrado y del camote dulce, dejando el arroz a la jardinera intacto. A un costado tenía una copa de champán y en el otro una tía lejana con la cara estirada. Todos hablaban de lo mal que andaba la juventud, de lo ordinaria que podía ser la ropa y de dónde se podía pasar una buena temporada de descanso luego de una cirugía estética.
A los recién casados les llovía una ráfaga de fotos. Los flashes salían disparados de las cámaras como municiones de luz. Los encargados de filmar la ceremonia inmortalizaban la escena. Rafaela, luego de comer con desgano, se estacionó junto a la puerta, abordó a Luis diciéndole lo mucho que odiaba a las mujeres con el síndrome de Gisela Valcárcel. Es decir, la voz ronca, el pelo amarillo, los ademanes exagerados, la risa impostada, la forma de decir: “ay, hija”, pero sobretodo, los ojos grandes y azulados, la obsesión por las dietas y por llegar a los cuarenta años con las tetas grandes y firmes.
Luis, a pesar de estar atontado, sonreía con lo que decía Rafaela. Le contó lo que él llamaba síndrome de Estocolmo. Le dijo que la vida nos tenía secuestrados. Rafaela no entendió. Le dijo que el suicidio era el único sacramento del estoicismo. Rafaela no entendió. Finalmente, le dijo que la vida, en la mayoría de lo casos, resultaba ser una molesta piedra en el zapato. Rafaela no entendió, pero asintió para no desentonar.
- ¿Te parece que debería dejarme la barba? -le preguntó Luis, tocándose la barbilla.
- Todos los hombres deberían hacerlo.
- No sé, tal vez a mí no me quede bien.
- Antes -le dijo Rafaela-, cuando estabas con Patricia, usabas barba y te quedaba bien.
Luis lanzó una carcajada.
- Es cierto.
- ¿Ves? Me acuerdo de más cosas de lo que tú crees.
- Posiblemente -apuntó Luis.
- Te quedaba muy bien, parecías un oso…
Rafaela lanzó una carcajada.
- En serio, te quedaba bien.
Luis sonrió.
- Lo llamaba la estética del desaliño, podía salir a la calle en pijama y decir que era la estética del desaliño…
- Ja, ja, ja…
- A Patricia le reventaba.
- Me imagino.
- Pero al final, ¿quién dice qué está bien y qué está mal?
- Es cierto.
- Patricia siempre decía que debía afeitarme. Pero luego, cuando lo hacía, me empezaban a salir pelitos en la cara que le hincaban y entonces no quería besarme en una semana.
- Era como un círculo vicioso -dijo Rafaela.
- Sí, porque luego me volvía a afeitar y digamos que estábamos bien un día a la semana.
- Lo recuerdo.
- Era una situación insostenible.
Rafaela agachó la cabeza.
- Yo me afeito -empezó Luis- los viernes o los sábados, tal vez el domingo, y al final de la semana estoy otra vez con la cara llena de pelos.
Rafaela asintió.
- Y dime, ¿cómo son ahora Patricia y Álvaro?
Rafaela hizo como que escuchaba, pero en realidad pensaba en otra cosa
23.
Álvaro se dirigió primero a donde estaban sus amigos del trabajo. Ellos lo miraban en silencio y negaban con la cabeza. Decidió no decirles una palabra. Cambió de dirección. Fue directo a donde estaba ella. Era arriesgado, pero no quería más contratiempos. Fingió una admirable sonrisa y le preguntó:
- ¿Qué crees que estás haciendo aquí?
- Tomo un poco de este daiquiri -dijo Almendra.
Álvaro ahogó un gruñido. Se sentó en una de las sillas de la mesa, que estaba vacía y que habían ocupado sus compañeros del trabajo. La banda estaba tocando una canción larga que era, eso pensaba Álvaro, de Chichi Peralta, pero que en realidad era una versión lenta de “Te hecho de menos” de Kiko Veneno.
- Te dije que no vinieras.
- Me llegó una invitación, ¿te acuerdas?
- Te dije que no vinieras -susurró Álvaro.
Almendra sonrió.
- ¿Y perderme la gran boda?
Almendra cogió la sombrilla de su daiquiri, que en verdad era un mondadientes, y la rompió en dos. Se mojó un poco los labios, para disimular que le dolía en el alma aquella ruptura, que mañana no tendría claro qué hacer con su vida. Volver al trabajo no era una opción. Renunciaría. No estaba dispuesta a ser la amante de un hombre casado.
- Escucha -le dijo Álvaro-, quiero que agarres tus cosas y te vayas…
Sin darle lugar a réplica, Álvaro se puso de pie y se perdió entre las pocas personas que bailaban en la sala. Almendra acarició el buqué, pensando en lo que estaría haciendo aquella noche si no hubiera decidido ir. Su vida era mucho más aburrida de lo que ella estaba dispuesta a aceptar. Se puso de pie, con el buqué en una mano, caminó debajo del toldo siguiendo a Álvaro y entró a la sala con el rencor propio de una mujer engañada. De inmediato se dirigió a donde estaban ellos, los amigos de Álvaro. Abogados con ternos Georgio Armani. Se detuvo en seco. La canción había terminado. Ellos la miraban aguantando una risa. Almendra podía estar despeinada o medio borracha, tal vez enseñaba demasiado las piernas y se le veía el calzón, rojo, que se había puesto esperando poder acostarse con alguien. Cuando divisó a los novios, ellos estaban siendo filmados por la cámara digital de Lola. Se acercó un poco más hasta donde estaban ellos, con una mueca de dolor en la cara, y le zampó un golpe con el buqué. Las flores salieron volando junto con los azahares. Álvaro se cubrió el rostro. Almendra se puso a gritar y empezó a golpearlo. Luis alcanzó a decirle a Coco, que estaba un poco descompuesto:
- ¡Qué bonita familia!
24.
Aprovechó la confusión para subir corriendo las escaleras. Una vez en el segundo piso se deslizó hasta la última puerta al final del pasillo, donde estaba el baño de los Bobadilla. A diferencia del baño de visitas, el baño del segundo piso estaba hecho de mármol y el espejo llegaba hasta el piso. Como permanecía a oscuras, sus pupilas se dilataron y le costaba trabajo ver dónde había dejado el cuchillo. Buscó junto a escusado, donde había estado vomitando, y donde todavía se podía percibir el hedor del pimiento digerido. Encima del bidet, que también era de mármol, estaba el cuchillo absolutamente intacto.
Escuchó que alguien subía. El bullicio de abajo se tranquilizó considerablemente. El escándalo provocado por la amante de Álvaro se había resuelto con una increíble rapidez. Logró escuchar que alguien lloraba. Supuso que sería Patricia. Escuchó que una puerta se cerraba. Se guardó el cuchillo cerca a la ingle, debajo del pantalón y de la camisa. Se aflojó la corbata y se miró en el espejo con una serenidad que hasta entonces él desconocía.
Se dijo a sí mismo:
- Eres un monstruo.
La puerta de Patricia se abrió y se volvió a cerrar con fuerza. Escuchó que los pasos no se alejaban, sino que más bien iban directo a su encuentro. La chica, Adela, que no era nadie en particular, y a la que sólo le habían dado ganas de hacer pis, abrió la puerta. Una sombra la empujó contra la pared. Le tapó la boca con una mano y con la otra sacó el cuchillo. Adela intentó gritar. Un rodillazo en la boca del estómago la dejó muda. Cuando se reincorporó, el corte en la yugular fue certero. Un chorro de sangre bañó el espejo del baño. Otro fino corte en el cuello aseguró su muerte. Adela sólo pronunciaba sonidos guturales, ahogados en un mar de sangre que brotada por su boca.
Su cuerpo empezó a convulsionar como poseído por una descarga eléctrica. Empezó a dar tumbos por todo el baño, bañando con pintura roja las paredes, como si se tratara de una pistola de agua. Finalmente cayó en la bañera, dando patadas y botándolo todo a su paso.
La contempló con una frialdad que hasta entonces él desconocía. No sentía adrenalina ni asco ni nada. Hueco, sin emociones. Actuaba guiado por un impulso asesino. Sin saber muy bien qué hacer abrió el grifo de la bañera, de la que empezó a salir agua caliente. Adela, más pálida de lo que ya era, tenía la boca abierta, como si estuviera sorprendida, y la mirada fija en el techo.
Pronto su aspecto adquirió un color púrpura. Los cortes en el cuello se hicieron visibles cuando el agua limpió las heridas. La bañera se volvió una especie de mar rojo, donde una chica vestida de blanco yacía dormida. Decidió prender la luz para ver cómo había quedado el baño. El foco parpadeó varias veces, antes de encenderse por completo, produciendo un sonido eléctrico. Las manchas de sangre eran chorros que pintura gruesa que dibujaban la pared como si fuera aerosol. El borde del espejo se había roto. La chica había chocado contra él en su abrupto recorrido hasta la bañera. El agua roja se empezó a rebalsar. Decidió cerrar el grifo.
Alguien tocó. Se sentó en el piso a esperar que se vayan. Siguieron tocando. Una voz, que parecía ser de Rafaela, empezó a llamar a su amiga:
- Adela, Adela. ¿Estás bien?
Se miró en el espejo. Tenía el pelo despeinado y sudaba a mares. Su terno estaba desarreglado y tenía una mancha de sangre a la altura del pecho. La camisa la tenía desabotonada. Decidió ponerse de pié y jugar su última carta. Los chorros de sangre que había en la pared empezaron a llegar hasta el piso. Abrió el grifo y se quitó la camisa. Cogió un poco de jabón y empezó a limpiarse.
- ¡Adela! -gritó Rafaela, intentando abrir la puerta- ¿Estás bien?
- Sí -gritó él.
- ¿Qué estás haciendo?
- Estoy limpiando -dijo, con la voz entrecortada, intentando sonar como mujer- mi vestido.
- ¿Qué?
- Estoy con la regla -dijo, mirando a su alrededor-, hay… demasiada sangre…
- Bueno -dijo Rafaela -, voy a estar abajo.
- OK -dijo él, luego de una tímida risita.
25.
Álvaro salió de la casa vistiendo su frac. Sus amigos lo siguieron. Almendra tenía el maquillaje corrido de tanto llorar. Balbuceaba palabras incoherentes, sonidos que no significaban nada. La cara de Álvaro era inexpresiva. Subió con algunos amigos a un Nisan del año. Otro amigo suyo subió con ella al carro de la empresa.
Álvaro miró las luces de la calle durante el recorrido. Ninguno de los que estaban ahí sabía exactamente qué iba a suceder. Ambos carros se comunicaron por celulares. Acordaron ir hasta el malecón de San Isidro. En el auto había un whisky que Álvaro tomaba del pico, haciendo submarinos con el Lucky Light que fumaba.
Cuando llegó, Álvaro apagó el cigarrillo en el cenicero del carro y le dio un sorbo más a la botella de whisky. Uno de sus amigos, el que menos hablaba y el que había ido al matrimonio por puro compromiso, le dijo:
- Tranquilo…
Una vez afuera sintió la brisa que corría a toda velocidad por el malecón. Le chocó el doble, debido al whisky y a los cigarrillos que había estado fumando… Cuando llegó al carro, le pidió a su amigo que bajara la luna, tocando dos veces el vidrio con el aro de matrimonio.
Su amigo bajó la luna.
- Oye, vamos, está dormida -dijo su amigo-, no se acuerda de lo que pasó. Tomó demasiados daiquiris…
Álvaro rodeó el automóvil marrón. Abrió la puerta del copiloto y bajó a Almendra de uno de sus brazos. Ella respondió con un gesto de fastidio. Álvaro abrió la guantera del carro y sacó de ahí un revolver.
- ¡Levántate, perra…! -gritó.
Almendra despertó. Sus ojos eran grandes y marrones. El maquillaje se le había corrido, dando el aspecto de dos ojeras enormes. Su amigo, el que manejaba, miró atontado la escena y atinó a encender la radio. Álvaro levantó a Almendra y la sacó del auto. Su vestido blanco a cuadros cayó al piso junto a ella, dejando totalmente al descubierto la parte trasera de su calzón rojo, que decía “KISS ME”. Ahí, en el piso, volvió a llorar. Álvaro le dio una patada en el estómago. Almendra respondió con un grito ahogado. Sus ojos brillaban de terror.
Álvaro levantó a Almendra del brazo y la llevó hasta la parte del malecón donde vuelan cometas y hacen parapente. Un poste de luz los alumbraba desde lejos. Álvaro tenía la cara roja, su frac le daba un aspecto anacrónico. Parecía un inglés renegado apuntando al cielo con un revolver, insultando y golpeando a Almendra. Un golpe con el mango del revolver le rompió una ceja y le reventó un labio. Sus amigos le pidieron que pare. Álvaro no los escuchó.
Ahora ella estaba arrodillada. Vomitaba saliva mezclada con sangre. Álvaro decidió golpearla una vez más, en la espalda, con el arma en la mano, como había visto en películas de acción. Pero era demasiado tarde. El daño ya estaba hecho. Era irremediable. Ahora le apuntaba con el revolver en la cabeza. Un amigo suyo le gritó:
- ¡Por favor, no!
Disparó una, dos, tres veces. El arma sólo hizo clic, clic, clic, como si tomaran una foto. Se sintió aliviado. Tiró el revolver al piso. Alrededor suyo, lo único que escuchaba era el molesto chillido de Almendra mientras lloraba y el sonido de las olas del mar.
26.
Nelson Aguirre leyó el artículo en la revista CARETAS una semana después. No era mucho de comprar aquella revista, ni cualquier otra, pero la imagen en la portada lo sedujo. Estaban las fotos de Luis Sosa y Rafaela Bobadilla. Abajo decía: Nuevos indicios señalan los verdaderos asesinos de la masacre en San Isidro. Aquello lo intrigó. Adentro el artículo no era muy largo, apenas unas cuatro páginas incluyendo nuevas fotos. El artículo señalaba a Sosa y a la joven Bobadilla como los verdaderos asesinos de la masacre. El artículo comenzaba así:
“En las últimas semanas, los asesinatos ocurridos la noche del sábado 13 de junio en San Isidro han estremecido a la sociedad limeña. No sólo por el número de víctimas que hubo ni por la naturaleza de los asesinatos, sino porque la historia tenía los elementos clásicos de un misterio policial.
“Hasta la fecha, sólo se conocía una versión oficial de los hechos: aquella que señalaba al fallecido Jorge Sokolich como el único asesino, capaz de matar a sangre fría y sin ningún motivo aparente a nueve personas durante la celebración de la boda de su primo. Tal teoría queda hoy descartada. Huellas encontradas en la escena del crimen señalan a otros dos implicados…”.
El artículo citaba al detective Toño Angulo: “Las huellas se encontraron en el cuarto de Patricia Bobadilla y en el objeto contundente con el que mataron a Álvaro Sosa. Además, la muerte de éste último implicó desde un principio dos o más asesinos…”. Y el detective finalizaba: “No se descarta la participación de Jorge Sokolich. Es claro de que asesinó a Sebastián Bobadilla, ya que hay testigos”.
Aguirre pasó las páginas con rapidez. Su lámpara en la mesa no alumbraba lo suficiente y había pulgas. Se empezó a rascar. La idea de haber sido el primer periodista en llegar a la escena del crimen resultaba estimulante. Su trabajo como periodista hasta entonces sólo había consistido en vigilar la impresión del diario. Justamente eso estaba haciendo cuando leyó el artículo.
La primera plana en el diario le había parecido sosa y escueta. Trataba la masacre de forma sensacionalista e inexacta. A pesar de haber aprovechado al máximo el espacio -habían ocupado la portada y la contraportada de forma vertical- con el sensacional titular: ¡MALDITO!, junto a la foto del cadáver de Jorge Sokolich, aquello le había parecido insuficiente. La historia del asesinato múltiple en San Isidro era mucho más espectacular y merecía un mejor tratamiento.
A la mañana siguiente, antes de volver del trabajo, llamó de un teléfono público al detective encargado del caso. Toño Angulo contestó desde su oficina en la División de Homicidios. Su voz sonaba amarga y arrastraba las palabras. Nelson Aguirre le pidió una entrevista con él.
- ¿De qué se trata? -Preguntó el detective.
Nelson Aguirre le explicó que quería escribir algo sobre el homicidio múltiple de San Isidro, algo que fuera más allá de una pequeña nota en el diario chicha donde trabajaba, incluso algo más que el artículo que había leído en CARETAS, quería escribir un libro entero y descubrir al final (sólo a través de aquel libro) quién había sido el asesino, o los verdaderos asesinos, y vengar así de una vez por todas ésas muertes innecesarias.
- Ah, ¿sí? -Preguntó el detective.
Nelson Aguirre asintió:
- Sí -dijo-, así que necesito entrevistarme contigo.
Un pito anunció que la llamada estaba por acabar. Nelson Aguirre metió otra moneda más de un sol. El cielo se volvió blanco, luego otra vez azul y luego otra vez blanco.
- Mira -le dijo el detective-, me interesa una puta mierda tu libro…
Nelson Aguirre se concentró en el sonido vacío de la línea telefónica una vez que el detective hubo colgado. Se sintió insignificante. Pensó en el detective Angulo, en que debía llevar muchos días sin dormir. Eran las siete y media de la mañana de un día soleado de otoño. La línea telefónica sonaba tu, tu, tu. Se preguntó de dónde podía venir aquello…
27.
La imagen corría en cámara lenta. Almendra interrumpía abruptamente en la escena. Tenía el ceño fruncido y levantaba con uno de sus brazos el buqué. Álvaro la miraba con sorna. El buqué caía lentamente y le partía en dos la cara. Patricia, con su vestido de novia, parecía estar más confundida que otra cosa. Las flores decoraron la escena estrellándose contra Álvaro como mariposas de colores.
Estaban sentados en una mesa vacía. Lola decía que se podía ver el instante preciso en que Patricia se daba cuenta de todo y empezaba a llorar. Era entre el cuarto y quinto golpe de Almendra. Escondieron la cámara cuando Rafaela llegó. Los ánimos andaban caldeados. Los rumores iban y venían. Poco a poco la gente había empezado a irse.
- ¿Qué están haciendo? -les preguntó Rafaela.
- Nada -dijo Luis.
Rafaela se sentó. Tenía un mal semblante en la cara. Sacó de su cartera un paquete de cigarros y un Zippo de metal. Prendió uno. Luego se quedó mirando a Luis como si fuera una estatua. Lola guardó su cámara y le preguntó, acercándose:
- ¿Qué pasó?
Rafaela se encogió de hombros.
- La secretaria de tu primo.
- ¿Esa chica era la secretaria de Álvaro?
Lola separó las cejas, miró a Luis divertida. Luis atinó a preguntar:
- ¿En serio?
- Así es.
Rafaela le dio golpes a su cigarro en el cenicero que había en la mesa. La banda se había puesto a tocar canciones de los ochentas, tal como lo dictaba el cronograma. Algunos amigos de la pareja decidieron pasarla bien. Se pusieron a bailar.
- Hace una semana le dijeron a Patricia que habían visto a Luis con una chica. No eran más que rumores. Le dijeron que era esta chica. Su secretaria.
- ¿Qué le dijeron? -preguntó Luis.
Rafaela hizo un gesto. Su brazo estaba torcido y sostenía el cigarrillo con los dedos. Su boca estaba semiabierta. No quería hablar pero tenía cierta expresión en el rostro. Como en un estado de ánimo en el que ya todo le da igual.
Coco atravesó la sala con la camisa desabotonada. Su pelo estaba mojado y parecía recién salido de la ducha. Llevaba la corbata en una mano. Tenía la camisa empapada y una enorme mancha roja en el medio. Atravesó el jardín apresuradamente, como en estado de shock. Apenas llegó a la mesa Lola le preguntó:
- Vaya, y a ti qué te pasó.
Coco tragó saliva.
- Creo que estoy enfermo -dijo sentándose.
Luis le dio otro sorbo a su vaso de cerveza. Se quedó mirando la mancha roja en la camisa de Coco. La banda tocaba ahora “Who can it be now” de Men at Work. La gente que bailaba se puso a saltar.
- ¿Qué te duele? -le preguntó Lola.
Coco colgaba la cabeza del respaldar de la silla.
- ¿Cómo?
- ¿Qué te duele? ¿La cabeza?
- No -dijo Coco-, creo que estoy con diarrea.
Rafaela apagó su cigarrillo en el cenicero. El ánimo de Luis había mejorado luego del incidente de la secretaria. A partir de entonces sólo dos cosas podían pasar: el altercado quedaba empequeñecido o hacía que la boda fuera un completo fracaso. Una tercera posibilidad no pasaba entonces por la cabeza de Luis.
- ¿Qué te pasó en la camisa? -preguntó Lola.
- Se me derramó un daiquiri -dijo Coco.
- ¿Y qué es esto? -preguntó Lola, cogiéndole la barriga.
- ¿Tú qué crees?
La banda empezó a tocar “Killing me softly”. Luis dijo: qué buena canción. Rafaela asintió con la cabeza. Se disponía a prender otro cigarrillo cuando Luis la interceptó.
- Vamos a bailar -dijo él.
En el cuarto de Patricia la luz estaba apagada y se llegaban a ver las imágenes por un televisor. Rafaela se encogió de hombros y dijo:
- Sí, ¿por qué no?
Luis se la llevó. Una vez en la sala empezaron a bailar. Era una canción lenta. Se abrazaron. Rafaela estaba demasiado inquieta. Luis empezó a llevarla. Le a susurró algo al oído. Le preguntó por lo que le había dicho en el jardín hacía un rato. Rafaela negó con la cabeza.
- No sé qué me pasó -dijo.
- ¿Crees que lo de tu hermana y Álvaro se solucione?
- No lo sé, Patricia estaba destrozada. Creo que ésa mujer y tu primo han tenido algo.
Luis recostó la cabeza sobre su hombro.
Rafaela cerró los ojos.
Tuvo ganas de llorar.
28.
Álvaro se dirigió a la puerta iluminada. Tenía una bolsa de hielo en una mano, le congelaba los dedos. Se preparó para lo peor. Se dirigió a donde estaba Marcela. Había menos gente de la que estaba cuando se fue. Marcela lo escudriñó mientras se acercaba.
- Siento lo que pasó, señora.
Álvaro dejó la bolsa de hielo encima de una mesa. Se sintió ridículo. Se dio cuenta que había entrado cargando una bolsa de hielo.
- Es ella, mi secretaria, cree que se ha enamorado de mí…
- Patricia está en su cuarto -dijo Marcela.
Álvaro atravesó la sala. Mientras avanzaba, todas las miradas se posaron sobre él. Subió las escaleras saltando de dos en dos los escalones. De inmediato se dirigió a la segunda puerta a la derecha. Intentó entrar, pero la puerta estaba cerrada con llave. Le dieron ganas de orinar. Miró la puerta al final del pasillo, donde estaba el baño. No había tiempo para eso. Tocó la puerta dos veces con el aro de matrimonio, y dijo:
- Patricia, ábreme. Soy yo…
Pero Patricia no abrió. Álvaro pegó la oreja a la puerta. Escuchó el sonido de un televisor. Las risas grabadas de un programa cómico. Era como si Patricia no existiera. Álvaro cerró los ojos. Se preparó para lo peor.
- Escucha, no ha sido mi culpa… -le dijo.
Álvaro se dejó caer. No tenía fuerza en las rodillas. Quería irse. Estaba a punto de hacerlo cuando la puerta se abrió. Patricia estaba a oscuras. Se había quitado el vestido de novia y ahora estaba tirado en el piso. Llevaba puesto un vestido gris. Tenía la cara pálida y los ojos rojos. Sujetaba un libro en la mano.
- ¿Puedo entrar? -preguntó Álvaro.
Patricia enrojeció. Le lanzó una bofetada. Era la segunda vez que le pegaban en la noche. Álvaro se quedó pensativo.
- ¿Y eso quiere decir?
- Vete a la mierda -dijo Patricia, entrando a la habitación.
- Escúchame…
Álvaro la siguió.
- ¿A dónde te fuiste? -Preguntó Patricia.
- Salí, necesitaba sacar a pasear mi mente…
- Te fuiste con ella…
- Necesitaba arreglar un asunto…
- ¿Qué asunto?
Patricia arrugó el rostro. Se puso a llorar. Álvaro se quedó quieto. Detestaba verla llorar. Se ponía fea. La masturbación es simple. Uno no se exige mucho a sí mismo. Si te peleas con una mujer, lo más probable es que diga que fuiste malo en la cama.
- Un asunto.
- ¿Te has acostado con ella?
Álvaro negó con la cabeza. Patricia siguió llorando. Arremetió con la misma pregunta otra vez. Estaba histérica.
- Te he dicho que no.
Patricia siguió con lo mismo. Álvaro volvió a negarlo. Ella sabía que él mentía. Álvaro sabía que estaba mintiendo. Todos lo sabían. Finalmente, Patricia terminó al borde de la cama. Tenía la cara oculta entre las manos. Álvaro se sentó al otro extremo. Esperó que terminara de llorar para preguntarle:
- ¿Estás bien?
- No -dijo Patricia.
Por el televisor estaban dando “Friends”. El sonido de las risas grabadas. Álvaro miró la pantalla del televisor pensativo.
- ¿Qué lees? -le preguntó.
Patricia se secaba las lágrimas.
- El libro de Luis.
Álvaro sonrió. Cogió el libro y lo abrió por la primera página. Buscó la dedicatoria. “A Patricia”. Luego leyó la primera línea del primer párrafo: “Había sido un invierno duro. Ella guardaba la esperanza de que pronto todo iba cambiar”.
- Conque el libro de Luis.
- Sí.
- Tremenda porquería -dijo Álvaro, tirándolo al piso-. Doscientas páginas de mala literatura, de palabras puestas al azahar, de oraciones mal escritas…
- Tú nunca podrías escribir nada porque no tienes corazón.
- ¿De qué hablas?
- Nunca debí fijarme en ti.
- Deja de decir eso.
- Desde el primer día supe que iba a ser así.
- Luis es un perdedor. Se va a morir de hambre toda su vida.
- Por lo menos me dedicó un libro.
- ¿Y de qué sirve un libro?
Ambos se quedaron en silencio. La habitación era iluminada por la pantalla del televisor que cambiaba de colores. Nada más se escuchó la voz de Jennifer Aniston haciendo un chiste, las risas grabadas y la canción final de “Friends”.
29.
Marcela les pidió que dejaran de tocar. Se acercó discretamente a la banda y les pidió que tomaran un descanso. El vocalista, un trompetista canoso y retirado, levantó los hombros con desgano y dejó el escenario. Los demás músicos lo siguieron.
Una vez sin música, Marcela pudo concentrarse mejor. Apenas se oía el murmullo de la gente y una especie de música de fondo de suspenso, que en realidad era su corazón, latiendo y latiendo al son de cómo iban las cosas allá arriba. Para amortiguar ese molesto sonido, mandó a poner un disco de Miles Davis en el equipo de música, colocado estratégicamente en un extremo de la sala.
José Sokolich, por su parte, dejó de tomar. Se acomodó la corbata y se levantó en busca de Sebastián Bobadilla. Lo abordó sonriéndole. Ambos sostenían vasos de whisky a medio terminar en la mano. En el de Bobadilla sobresalían dos inmensos hielos sin derretir.
Sin decir palabra Bobadilla le sirvió más whisky de una botella que sacó de un minibar. Sokolich bebió más. Los chicos que habían estado bailando en la sala tomaron sus cosas y se dirigieron a la puerta. Un hombre de terno los convenció para que se quedaran. Eran órdenes de Marcela.
- Bueno -comenzó Sokolich-, sé que no es buen momento para discutir esto, pero tenemos serios problemas con la fábrica…
Los ojos de Bobadilla se encendieron. Primero se pusieron grandes, como dos globos de agua a punto de explotar, en seguida separó las cejas, absolutamente blancas, en contraste con la negritud de su pelo. Se escuchó en el segundo piso una puerta que se abría y una bofetada limpia.
- Explícate -le exigió Bobadilla.
- Es sobre la mujer…
- ¿Qué mujer?
- La mujer.
En la sala, sonaba el disco “Kind of Blue” de Miles Davis. Lola y el hijo de Sokolich entraron a la sala riéndose a carcajadas. Se pusieron a bailar dando saltos, incongruentes con el jazz, mientras Lola daba vueltas sobre su eje. Coco tenía la camisa medio desabotonada, su cabeza le seguía colgando del cuello como si no le quedaran fuerzas para sostenerla. Al otro extremo de la sala estaban parados Luis y Rafaela. Conversaban muy bajo. Su lenguaje corporal los delataba. Los dedos de Luis recorrían la cintura de Rafaela mientras ambos hablaban. Todo esto hizo que Coco perdiera el control y cayera al piso.
Se escucharon risas. Unos pocos aplaudieron. Sokolich caminó directo hasta donde estaba su hijo y lo ayudó a levantarse. Le dijo que había bebido demasiado. Coco negó con la cabeza. Su mamá lo abordó diciéndole:
- Estás hecho una mugre.
- Se me derramó un daiquiri, ¿está bien? Sé que parece sangre, pero no es sangre.
Coco hablaba con los ojos semi cerrados. Abajo, al borde del pantalón, tenía una mancha negra que, según afirmó, tampoco era sangre. La siguiente media hora, hasta que se hiciera madrugada, Coco se dedicó a pernoctar con el cuello doblado y la cabeza colgando del respaldar de una silla.
Sokolich llamó a Luis. Tenía un vaso de whisky en la mano y su aliento era narcotizante. Luis se acercó y saludó a Bobadilla como quien no quiere la cosa.
- ¿Qué pasó exactamente con Rita? -Le preguntaron.
- ¿Rita? -preguntó Luis.
- Sí -dijo Bobadilla-, la chica a la que supuestamente violaron en el baño de la empresa.
Luis suspiró. Aquello le olía a dos cosas: su sentencia de muerte o la lejana posibilidad de que su parentesco político con Sokolich lo salvara. A fin de cuentas, ¿quién quería realmente seguir trabajando en la planta textil?
- La verdad, yo aquello lo supe de segundas voces. Yo trabajo en control de calidad, y por lo que tengo entendido… -se arriesgó Luis- el asunto con Rita fue algo más que un asunto laboral…
- ¿Cómo es eso? -preguntó Bobadilla.
- Rita era la única empleada mujer que teníamos. Aquello, como ustedes saben, perturbaba un poco a los demás trabajadores. Tomen en cuenta -Luis enfatizó- que sólo había un baño en la empresa. Rita tenía que lidiar con urinarios todo el día, y sin embargo, llevaba trabajando ahí más de tres años, desde que abrió la planta…
- Al grano -dijo Bobadilla.
Luis miró al interior de la sala. Rafaela se había sentado en uno de los sillones y se había encogido en posición fetal.
- Lo que les trataba de decir era que si Rita había seguido trabajando en la empresa, debía de tener sus motivos. La primera versión que escuché era que Rita no había sido violada, sino que alguien la había golpeado en el estómago provocándole un aborto.
Miles Davis siguió sonando. Los labios de Sokolich se habían cuarteado debido al alcohol. Bobadilla asentía con la cabeza. Luis sonreía.
- Ahora -le dijo-, si quiere un abogado, hable con su yerno…
30.
Álvaro, cuando era presidente del comité estudiantil, estuvo con una chica de pelo marrón. Solía llevarla consigo, como una extensión suya, muy orgulloso de su buen gusto para elegir mujeres. Pero luego algo pasó. Álvaro, en circunstancias que serían difíciles de explicar, descubrió que Mariana había estado viendo a un tal Carlos. Ella nunca supo cómo explicárselo y al poco tiempo terminaron.
Todo esto se lo cuenta el amigo de Álvaro a Almendra mientras una enfermera le inyecta un antibiótico en un brazo. Almendra tiene la mitad de la cara hinchada. Su vestido a cuadros está sucio, con manchas verdes y rojas. Tiene enredado en el pelo pequeñas ramas secas de pasto.
Al principio, Álvaro no hizo mucho ruido, siguió con aquella expresión que tiene en la cara, tan seria, mientras continuaba con los cursos y proyectos que tenía en mente. Al poco tiempo dejó de ser presidente del comité estudiantil de la facultad, y cedió el paso a otros chicos de segundo o tercer año y consiguió prácticas profesionales, hablaba mal de Mariana cada vez que podía. Una noche, Álvaro y sus amigos fueron a la fiesta de cachimbos que organizaba el comité estudiantil. Era la época de la cocaína, y Álvaro y sus amigos andaban desde temprano con eso. Una vez en la fiesta, las luces multicolores bañaban la mesa donde estaban sentados. Era un local de Miraflores frente al parque Kennedy. Álvaro se sentó al borde de una de las ventanas. Desde ahí se podía ver el parque. Después de un rato vio a Mariana con un chico en la puerta y sin pensarlo dos veces, dio un enorme salto y cayó junto a ellos.
- Hola, ¿cómo estás? -dijo Álvaro.
Mariana arrugó el rostro. El chico, que era un tipo más bien bajo, se presentó como Carlos. Álvaro les mostró una admirable sonrisa. Mariana tragó saliva. Álvaro ofreció hacerlos entrar gratis. Movió sus influencias y lo hizo. Una vez adentro, los amigos de Álvaro bailaban el paso de Robocop mientras reían y mostraban sus encías a quienes estaban dispuestas a verlas. Una vez avanzada la noche, Álvaro se sentó en la mesa de Mariana y empezó a gritarle a Carlos. Su expresión era otra. Se había convertido en una persona muy diferente a quien solía ser. Tuvieron que separarlos. Fue un conato de pelea. Mariana y su novio se fueron al rato.
El amigo de Álvaro le terminó de contar la historia en la cafetería de la clínica. Almendra parecía entretenida. El amigo de Álvaro adelantó la historia hasta las cuatro o cinco de la mañana de aquella noche, cuando fueron en carro hasta a la casa de Mariana. Todos estaban demasiado acelerados. La sonrisa de Álvaro era retorcida. Había algo malicioso en él que ocultaba la mayor parte del tiempo, y que salía a flote sólo en situaciones como ésa. Dejaron el carro prendido y Álvaro bajó. Caminó hasta la puerta con la camisa afuera y el pelo mojado debido al sudor. El corazón de todos latía con fuerza. Álvaro tocó el timbre. Los demás pensaron que lo hacía sólo por molestar. Entonces Álvaro cogió una enorme piedra y la lanzó contra una de las ventanas. El sonido hizo que las luces se encendieran. Un perro empezó a ladrar. Álvaro corrió y se metió al carro. Le gritó al que conducía:
- ¡Acelera!
El auto quemó llanta. De pronto todos estaban muy excitados. Le preguntaban a Álvaro qué había sido eso. Álvaro no paraba de reírse. Parecía muy divertido. Su cara estaba absolutamente pálida y su sonrisa, más que retorcida, estaba ahora fuera de control. Después de eso el amigo de Álvaro no recordaba nada. Se supone que siguieron tomando whisky en casa de uno de ellos hasta que se hizo de día.
- ¿Álvaro tiene doble personalidad? -Preguntó Almendra.
- No lo creo. Simplemente es como es.
- ¿Y qué pasó con Mariana?
- Bueno, al día siguiente llamaron a la casa de Álvaro. ¿Alguna vez has conocido a sus padres? Son como dos cuerpos carentes de sentido. Hablan poco. Al principio, pensé que Álvaro era callado por eso. Luego me di cuenta que no era callado…
Almendra movía la cucharita dentro de su taza de té sin ganas. No podía comer nada. Tenía moretones en la cara, un diente destrozado y estaba llena de analgésicos. Llevaba ventado uno de sus brazos. Le recomendaron que se lo colgara de un pañuelo.
- ¿Y qué pasó después? -Preguntó Almendra.
- Álvaro dio rienda suelta a su cinismo. Su mamá sólo sabía que había llegado a las cuatro de la tarde.
- ¿Nunca lo denunciaron?
Almendra le dio un sorbo a su taza de té caliente.
- No habían pruebas de nada.
Almendra agachó la cabeza. Todo lo que había pasado la había dejado sobria. El amigo de Álvaro no dejaba de mirarla. Almendra se sintió mal. Tenía un enorme agujero negro en el estómago que se lo tragaba todo. Después de un rato, Almendra empezó a llorar. El amigo de Álvaro la abrazó. Cuando se fueron de ahí, la cafetería seguía vacía.
Se mojó el rostro y se miró en el espejo. Pensó en las veces que se despertó a medianoche, en los edificios altos que se extienden por la vía expresa como gigantes amaestrados. Luego fue muy cuidadoso al salir. Entró a la cocina y vio a los mozos preparando bocaditos y sirviendo la comida en pequeños platos. Vio, lleno de terror, a uno que comía un triple con los dedos. Cogió un cuchillo enorme para cortar carne y lo escondió dentro del saco. En la puerta se dio con una señora de pelo rojo que lo miró con extrañeza.
Pasó por la sala íntima. Escuchó un par de voces. Eran Marcela y Rafaela. Ambas parecían estar preocupadas. Pensó en algo sin importancia. Se quejó del mal gusto de Marcela por los cuadros de toreros, apretando con más fuerza la punta del cuchillo contra su ombligo. La araña que colgaba del techo era de pequeños cilindros y deformaba la luz haciéndola ver cónica.
Las escaleras estaban recién lustradas y todavía se podía percibir el olor a cera. Emprendió el recorrido con naturalidad. Por cada escalón que subía había un grabado japonés colgado en la pared. Al llegar al segundo piso sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo. Entró al segundo cuarto a su derecha.
Había una pared con un estante repleto de muñecos se felpa, un tocador con un espejo, cajones con ropa. Por la ventana se podía ver el jardín. El escalofrío se volvió un nudo en la garganta. Sus pupilas tardaron en adaptarse a la oscuridad. Empezó a ver luces de colores en las paredes. Dejó el cuchillo encima de la mesa y abrió un cajón.
En uno había chompas. En otro, ropa interior femenina. Abriendo el clóset había blusas colgadas y uniformes del banco en donde había trabajado Patricia. Un ruido en el jardín hizo que se agachara. La luz proveniente de los reflectores se filtraba por la ventana. Había gritos y aplausos. Los novios habían llegado. Esto le produjo un dolor en el estómago. Nauseas. Un retortijón es como una llave inglesa. Ahora tenía que bajar a toda prisa. Pero antes, el baño del segundo piso, la cabeza hundida dentro del escusado. Vomitó los restos del pimiento que había comido a regañadientes aquella tarde.
22.
Rafaela estaba sentada en la mesa de las amigas de Marcela. Había comido un poco del asado almendrado y del camote dulce, dejando el arroz a la jardinera intacto. A un costado tenía una copa de champán y en el otro una tía lejana con la cara estirada. Todos hablaban de lo mal que andaba la juventud, de lo ordinaria que podía ser la ropa y de dónde se podía pasar una buena temporada de descanso luego de una cirugía estética.
A los recién casados les llovía una ráfaga de fotos. Los flashes salían disparados de las cámaras como municiones de luz. Los encargados de filmar la ceremonia inmortalizaban la escena. Rafaela, luego de comer con desgano, se estacionó junto a la puerta, abordó a Luis diciéndole lo mucho que odiaba a las mujeres con el síndrome de Gisela Valcárcel. Es decir, la voz ronca, el pelo amarillo, los ademanes exagerados, la risa impostada, la forma de decir: “ay, hija”, pero sobretodo, los ojos grandes y azulados, la obsesión por las dietas y por llegar a los cuarenta años con las tetas grandes y firmes.
Luis, a pesar de estar atontado, sonreía con lo que decía Rafaela. Le contó lo que él llamaba síndrome de Estocolmo. Le dijo que la vida nos tenía secuestrados. Rafaela no entendió. Le dijo que el suicidio era el único sacramento del estoicismo. Rafaela no entendió. Finalmente, le dijo que la vida, en la mayoría de lo casos, resultaba ser una molesta piedra en el zapato. Rafaela no entendió, pero asintió para no desentonar.
- ¿Te parece que debería dejarme la barba? -le preguntó Luis, tocándose la barbilla.
- Todos los hombres deberían hacerlo.
- No sé, tal vez a mí no me quede bien.
- Antes -le dijo Rafaela-, cuando estabas con Patricia, usabas barba y te quedaba bien.
Luis lanzó una carcajada.
- Es cierto.
- ¿Ves? Me acuerdo de más cosas de lo que tú crees.
- Posiblemente -apuntó Luis.
- Te quedaba muy bien, parecías un oso…
Rafaela lanzó una carcajada.
- En serio, te quedaba bien.
Luis sonrió.
- Lo llamaba la estética del desaliño, podía salir a la calle en pijama y decir que era la estética del desaliño…
- Ja, ja, ja…
- A Patricia le reventaba.
- Me imagino.
- Pero al final, ¿quién dice qué está bien y qué está mal?
- Es cierto.
- Patricia siempre decía que debía afeitarme. Pero luego, cuando lo hacía, me empezaban a salir pelitos en la cara que le hincaban y entonces no quería besarme en una semana.
- Era como un círculo vicioso -dijo Rafaela.
- Sí, porque luego me volvía a afeitar y digamos que estábamos bien un día a la semana.
- Lo recuerdo.
- Era una situación insostenible.
Rafaela agachó la cabeza.
- Yo me afeito -empezó Luis- los viernes o los sábados, tal vez el domingo, y al final de la semana estoy otra vez con la cara llena de pelos.
Rafaela asintió.
- Y dime, ¿cómo son ahora Patricia y Álvaro?
Rafaela hizo como que escuchaba, pero en realidad pensaba en otra cosa
23.
Álvaro se dirigió primero a donde estaban sus amigos del trabajo. Ellos lo miraban en silencio y negaban con la cabeza. Decidió no decirles una palabra. Cambió de dirección. Fue directo a donde estaba ella. Era arriesgado, pero no quería más contratiempos. Fingió una admirable sonrisa y le preguntó:
- ¿Qué crees que estás haciendo aquí?
- Tomo un poco de este daiquiri -dijo Almendra.
Álvaro ahogó un gruñido. Se sentó en una de las sillas de la mesa, que estaba vacía y que habían ocupado sus compañeros del trabajo. La banda estaba tocando una canción larga que era, eso pensaba Álvaro, de Chichi Peralta, pero que en realidad era una versión lenta de “Te hecho de menos” de Kiko Veneno.
- Te dije que no vinieras.
- Me llegó una invitación, ¿te acuerdas?
- Te dije que no vinieras -susurró Álvaro.
Almendra sonrió.
- ¿Y perderme la gran boda?
Almendra cogió la sombrilla de su daiquiri, que en verdad era un mondadientes, y la rompió en dos. Se mojó un poco los labios, para disimular que le dolía en el alma aquella ruptura, que mañana no tendría claro qué hacer con su vida. Volver al trabajo no era una opción. Renunciaría. No estaba dispuesta a ser la amante de un hombre casado.
- Escucha -le dijo Álvaro-, quiero que agarres tus cosas y te vayas…
Sin darle lugar a réplica, Álvaro se puso de pie y se perdió entre las pocas personas que bailaban en la sala. Almendra acarició el buqué, pensando en lo que estaría haciendo aquella noche si no hubiera decidido ir. Su vida era mucho más aburrida de lo que ella estaba dispuesta a aceptar. Se puso de pie, con el buqué en una mano, caminó debajo del toldo siguiendo a Álvaro y entró a la sala con el rencor propio de una mujer engañada. De inmediato se dirigió a donde estaban ellos, los amigos de Álvaro. Abogados con ternos Georgio Armani. Se detuvo en seco. La canción había terminado. Ellos la miraban aguantando una risa. Almendra podía estar despeinada o medio borracha, tal vez enseñaba demasiado las piernas y se le veía el calzón, rojo, que se había puesto esperando poder acostarse con alguien. Cuando divisó a los novios, ellos estaban siendo filmados por la cámara digital de Lola. Se acercó un poco más hasta donde estaban ellos, con una mueca de dolor en la cara, y le zampó un golpe con el buqué. Las flores salieron volando junto con los azahares. Álvaro se cubrió el rostro. Almendra se puso a gritar y empezó a golpearlo. Luis alcanzó a decirle a Coco, que estaba un poco descompuesto:
- ¡Qué bonita familia!
24.
Aprovechó la confusión para subir corriendo las escaleras. Una vez en el segundo piso se deslizó hasta la última puerta al final del pasillo, donde estaba el baño de los Bobadilla. A diferencia del baño de visitas, el baño del segundo piso estaba hecho de mármol y el espejo llegaba hasta el piso. Como permanecía a oscuras, sus pupilas se dilataron y le costaba trabajo ver dónde había dejado el cuchillo. Buscó junto a escusado, donde había estado vomitando, y donde todavía se podía percibir el hedor del pimiento digerido. Encima del bidet, que también era de mármol, estaba el cuchillo absolutamente intacto.
Escuchó que alguien subía. El bullicio de abajo se tranquilizó considerablemente. El escándalo provocado por la amante de Álvaro se había resuelto con una increíble rapidez. Logró escuchar que alguien lloraba. Supuso que sería Patricia. Escuchó que una puerta se cerraba. Se guardó el cuchillo cerca a la ingle, debajo del pantalón y de la camisa. Se aflojó la corbata y se miró en el espejo con una serenidad que hasta entonces él desconocía.
Se dijo a sí mismo:
- Eres un monstruo.
La puerta de Patricia se abrió y se volvió a cerrar con fuerza. Escuchó que los pasos no se alejaban, sino que más bien iban directo a su encuentro. La chica, Adela, que no era nadie en particular, y a la que sólo le habían dado ganas de hacer pis, abrió la puerta. Una sombra la empujó contra la pared. Le tapó la boca con una mano y con la otra sacó el cuchillo. Adela intentó gritar. Un rodillazo en la boca del estómago la dejó muda. Cuando se reincorporó, el corte en la yugular fue certero. Un chorro de sangre bañó el espejo del baño. Otro fino corte en el cuello aseguró su muerte. Adela sólo pronunciaba sonidos guturales, ahogados en un mar de sangre que brotada por su boca.
Su cuerpo empezó a convulsionar como poseído por una descarga eléctrica. Empezó a dar tumbos por todo el baño, bañando con pintura roja las paredes, como si se tratara de una pistola de agua. Finalmente cayó en la bañera, dando patadas y botándolo todo a su paso.
La contempló con una frialdad que hasta entonces él desconocía. No sentía adrenalina ni asco ni nada. Hueco, sin emociones. Actuaba guiado por un impulso asesino. Sin saber muy bien qué hacer abrió el grifo de la bañera, de la que empezó a salir agua caliente. Adela, más pálida de lo que ya era, tenía la boca abierta, como si estuviera sorprendida, y la mirada fija en el techo.
Pronto su aspecto adquirió un color púrpura. Los cortes en el cuello se hicieron visibles cuando el agua limpió las heridas. La bañera se volvió una especie de mar rojo, donde una chica vestida de blanco yacía dormida. Decidió prender la luz para ver cómo había quedado el baño. El foco parpadeó varias veces, antes de encenderse por completo, produciendo un sonido eléctrico. Las manchas de sangre eran chorros que pintura gruesa que dibujaban la pared como si fuera aerosol. El borde del espejo se había roto. La chica había chocado contra él en su abrupto recorrido hasta la bañera. El agua roja se empezó a rebalsar. Decidió cerrar el grifo.
Alguien tocó. Se sentó en el piso a esperar que se vayan. Siguieron tocando. Una voz, que parecía ser de Rafaela, empezó a llamar a su amiga:
- Adela, Adela. ¿Estás bien?
Se miró en el espejo. Tenía el pelo despeinado y sudaba a mares. Su terno estaba desarreglado y tenía una mancha de sangre a la altura del pecho. La camisa la tenía desabotonada. Decidió ponerse de pié y jugar su última carta. Los chorros de sangre que había en la pared empezaron a llegar hasta el piso. Abrió el grifo y se quitó la camisa. Cogió un poco de jabón y empezó a limpiarse.
- ¡Adela! -gritó Rafaela, intentando abrir la puerta- ¿Estás bien?
- Sí -gritó él.
- ¿Qué estás haciendo?
- Estoy limpiando -dijo, con la voz entrecortada, intentando sonar como mujer- mi vestido.
- ¿Qué?
- Estoy con la regla -dijo, mirando a su alrededor-, hay… demasiada sangre…
- Bueno -dijo Rafaela -, voy a estar abajo.
- OK -dijo él, luego de una tímida risita.
25.
Álvaro salió de la casa vistiendo su frac. Sus amigos lo siguieron. Almendra tenía el maquillaje corrido de tanto llorar. Balbuceaba palabras incoherentes, sonidos que no significaban nada. La cara de Álvaro era inexpresiva. Subió con algunos amigos a un Nisan del año. Otro amigo suyo subió con ella al carro de la empresa.
Álvaro miró las luces de la calle durante el recorrido. Ninguno de los que estaban ahí sabía exactamente qué iba a suceder. Ambos carros se comunicaron por celulares. Acordaron ir hasta el malecón de San Isidro. En el auto había un whisky que Álvaro tomaba del pico, haciendo submarinos con el Lucky Light que fumaba.
Cuando llegó, Álvaro apagó el cigarrillo en el cenicero del carro y le dio un sorbo más a la botella de whisky. Uno de sus amigos, el que menos hablaba y el que había ido al matrimonio por puro compromiso, le dijo:
- Tranquilo…
Una vez afuera sintió la brisa que corría a toda velocidad por el malecón. Le chocó el doble, debido al whisky y a los cigarrillos que había estado fumando… Cuando llegó al carro, le pidió a su amigo que bajara la luna, tocando dos veces el vidrio con el aro de matrimonio.
Su amigo bajó la luna.
- Oye, vamos, está dormida -dijo su amigo-, no se acuerda de lo que pasó. Tomó demasiados daiquiris…
Álvaro rodeó el automóvil marrón. Abrió la puerta del copiloto y bajó a Almendra de uno de sus brazos. Ella respondió con un gesto de fastidio. Álvaro abrió la guantera del carro y sacó de ahí un revolver.
- ¡Levántate, perra…! -gritó.
Almendra despertó. Sus ojos eran grandes y marrones. El maquillaje se le había corrido, dando el aspecto de dos ojeras enormes. Su amigo, el que manejaba, miró atontado la escena y atinó a encender la radio. Álvaro levantó a Almendra y la sacó del auto. Su vestido blanco a cuadros cayó al piso junto a ella, dejando totalmente al descubierto la parte trasera de su calzón rojo, que decía “KISS ME”. Ahí, en el piso, volvió a llorar. Álvaro le dio una patada en el estómago. Almendra respondió con un grito ahogado. Sus ojos brillaban de terror.
Álvaro levantó a Almendra del brazo y la llevó hasta la parte del malecón donde vuelan cometas y hacen parapente. Un poste de luz los alumbraba desde lejos. Álvaro tenía la cara roja, su frac le daba un aspecto anacrónico. Parecía un inglés renegado apuntando al cielo con un revolver, insultando y golpeando a Almendra. Un golpe con el mango del revolver le rompió una ceja y le reventó un labio. Sus amigos le pidieron que pare. Álvaro no los escuchó.
Ahora ella estaba arrodillada. Vomitaba saliva mezclada con sangre. Álvaro decidió golpearla una vez más, en la espalda, con el arma en la mano, como había visto en películas de acción. Pero era demasiado tarde. El daño ya estaba hecho. Era irremediable. Ahora le apuntaba con el revolver en la cabeza. Un amigo suyo le gritó:
- ¡Por favor, no!
Disparó una, dos, tres veces. El arma sólo hizo clic, clic, clic, como si tomaran una foto. Se sintió aliviado. Tiró el revolver al piso. Alrededor suyo, lo único que escuchaba era el molesto chillido de Almendra mientras lloraba y el sonido de las olas del mar.
26.
Nelson Aguirre leyó el artículo en la revista CARETAS una semana después. No era mucho de comprar aquella revista, ni cualquier otra, pero la imagen en la portada lo sedujo. Estaban las fotos de Luis Sosa y Rafaela Bobadilla. Abajo decía: Nuevos indicios señalan los verdaderos asesinos de la masacre en San Isidro. Aquello lo intrigó. Adentro el artículo no era muy largo, apenas unas cuatro páginas incluyendo nuevas fotos. El artículo señalaba a Sosa y a la joven Bobadilla como los verdaderos asesinos de la masacre. El artículo comenzaba así:
“En las últimas semanas, los asesinatos ocurridos la noche del sábado 13 de junio en San Isidro han estremecido a la sociedad limeña. No sólo por el número de víctimas que hubo ni por la naturaleza de los asesinatos, sino porque la historia tenía los elementos clásicos de un misterio policial.
“Hasta la fecha, sólo se conocía una versión oficial de los hechos: aquella que señalaba al fallecido Jorge Sokolich como el único asesino, capaz de matar a sangre fría y sin ningún motivo aparente a nueve personas durante la celebración de la boda de su primo. Tal teoría queda hoy descartada. Huellas encontradas en la escena del crimen señalan a otros dos implicados…”.
El artículo citaba al detective Toño Angulo: “Las huellas se encontraron en el cuarto de Patricia Bobadilla y en el objeto contundente con el que mataron a Álvaro Sosa. Además, la muerte de éste último implicó desde un principio dos o más asesinos…”. Y el detective finalizaba: “No se descarta la participación de Jorge Sokolich. Es claro de que asesinó a Sebastián Bobadilla, ya que hay testigos”.
Aguirre pasó las páginas con rapidez. Su lámpara en la mesa no alumbraba lo suficiente y había pulgas. Se empezó a rascar. La idea de haber sido el primer periodista en llegar a la escena del crimen resultaba estimulante. Su trabajo como periodista hasta entonces sólo había consistido en vigilar la impresión del diario. Justamente eso estaba haciendo cuando leyó el artículo.
La primera plana en el diario le había parecido sosa y escueta. Trataba la masacre de forma sensacionalista e inexacta. A pesar de haber aprovechado al máximo el espacio -habían ocupado la portada y la contraportada de forma vertical- con el sensacional titular: ¡MALDITO!, junto a la foto del cadáver de Jorge Sokolich, aquello le había parecido insuficiente. La historia del asesinato múltiple en San Isidro era mucho más espectacular y merecía un mejor tratamiento.
A la mañana siguiente, antes de volver del trabajo, llamó de un teléfono público al detective encargado del caso. Toño Angulo contestó desde su oficina en la División de Homicidios. Su voz sonaba amarga y arrastraba las palabras. Nelson Aguirre le pidió una entrevista con él.
- ¿De qué se trata? -Preguntó el detective.
Nelson Aguirre le explicó que quería escribir algo sobre el homicidio múltiple de San Isidro, algo que fuera más allá de una pequeña nota en el diario chicha donde trabajaba, incluso algo más que el artículo que había leído en CARETAS, quería escribir un libro entero y descubrir al final (sólo a través de aquel libro) quién había sido el asesino, o los verdaderos asesinos, y vengar así de una vez por todas ésas muertes innecesarias.
- Ah, ¿sí? -Preguntó el detective.
Nelson Aguirre asintió:
- Sí -dijo-, así que necesito entrevistarme contigo.
Un pito anunció que la llamada estaba por acabar. Nelson Aguirre metió otra moneda más de un sol. El cielo se volvió blanco, luego otra vez azul y luego otra vez blanco.
- Mira -le dijo el detective-, me interesa una puta mierda tu libro…
Nelson Aguirre se concentró en el sonido vacío de la línea telefónica una vez que el detective hubo colgado. Se sintió insignificante. Pensó en el detective Angulo, en que debía llevar muchos días sin dormir. Eran las siete y media de la mañana de un día soleado de otoño. La línea telefónica sonaba tu, tu, tu. Se preguntó de dónde podía venir aquello…
27.
La imagen corría en cámara lenta. Almendra interrumpía abruptamente en la escena. Tenía el ceño fruncido y levantaba con uno de sus brazos el buqué. Álvaro la miraba con sorna. El buqué caía lentamente y le partía en dos la cara. Patricia, con su vestido de novia, parecía estar más confundida que otra cosa. Las flores decoraron la escena estrellándose contra Álvaro como mariposas de colores.
Estaban sentados en una mesa vacía. Lola decía que se podía ver el instante preciso en que Patricia se daba cuenta de todo y empezaba a llorar. Era entre el cuarto y quinto golpe de Almendra. Escondieron la cámara cuando Rafaela llegó. Los ánimos andaban caldeados. Los rumores iban y venían. Poco a poco la gente había empezado a irse.
- ¿Qué están haciendo? -les preguntó Rafaela.
- Nada -dijo Luis.
Rafaela se sentó. Tenía un mal semblante en la cara. Sacó de su cartera un paquete de cigarros y un Zippo de metal. Prendió uno. Luego se quedó mirando a Luis como si fuera una estatua. Lola guardó su cámara y le preguntó, acercándose:
- ¿Qué pasó?
Rafaela se encogió de hombros.
- La secretaria de tu primo.
- ¿Esa chica era la secretaria de Álvaro?
Lola separó las cejas, miró a Luis divertida. Luis atinó a preguntar:
- ¿En serio?
- Así es.
Rafaela le dio golpes a su cigarro en el cenicero que había en la mesa. La banda se había puesto a tocar canciones de los ochentas, tal como lo dictaba el cronograma. Algunos amigos de la pareja decidieron pasarla bien. Se pusieron a bailar.
- Hace una semana le dijeron a Patricia que habían visto a Luis con una chica. No eran más que rumores. Le dijeron que era esta chica. Su secretaria.
- ¿Qué le dijeron? -preguntó Luis.
Rafaela hizo un gesto. Su brazo estaba torcido y sostenía el cigarrillo con los dedos. Su boca estaba semiabierta. No quería hablar pero tenía cierta expresión en el rostro. Como en un estado de ánimo en el que ya todo le da igual.
Coco atravesó la sala con la camisa desabotonada. Su pelo estaba mojado y parecía recién salido de la ducha. Llevaba la corbata en una mano. Tenía la camisa empapada y una enorme mancha roja en el medio. Atravesó el jardín apresuradamente, como en estado de shock. Apenas llegó a la mesa Lola le preguntó:
- Vaya, y a ti qué te pasó.
Coco tragó saliva.
- Creo que estoy enfermo -dijo sentándose.
Luis le dio otro sorbo a su vaso de cerveza. Se quedó mirando la mancha roja en la camisa de Coco. La banda tocaba ahora “Who can it be now” de Men at Work. La gente que bailaba se puso a saltar.
- ¿Qué te duele? -le preguntó Lola.
Coco colgaba la cabeza del respaldar de la silla.
- ¿Cómo?
- ¿Qué te duele? ¿La cabeza?
- No -dijo Coco-, creo que estoy con diarrea.
Rafaela apagó su cigarrillo en el cenicero. El ánimo de Luis había mejorado luego del incidente de la secretaria. A partir de entonces sólo dos cosas podían pasar: el altercado quedaba empequeñecido o hacía que la boda fuera un completo fracaso. Una tercera posibilidad no pasaba entonces por la cabeza de Luis.
- ¿Qué te pasó en la camisa? -preguntó Lola.
- Se me derramó un daiquiri -dijo Coco.
- ¿Y qué es esto? -preguntó Lola, cogiéndole la barriga.
- ¿Tú qué crees?
La banda empezó a tocar “Killing me softly”. Luis dijo: qué buena canción. Rafaela asintió con la cabeza. Se disponía a prender otro cigarrillo cuando Luis la interceptó.
- Vamos a bailar -dijo él.
En el cuarto de Patricia la luz estaba apagada y se llegaban a ver las imágenes por un televisor. Rafaela se encogió de hombros y dijo:
- Sí, ¿por qué no?
Luis se la llevó. Una vez en la sala empezaron a bailar. Era una canción lenta. Se abrazaron. Rafaela estaba demasiado inquieta. Luis empezó a llevarla. Le a susurró algo al oído. Le preguntó por lo que le había dicho en el jardín hacía un rato. Rafaela negó con la cabeza.
- No sé qué me pasó -dijo.
- ¿Crees que lo de tu hermana y Álvaro se solucione?
- No lo sé, Patricia estaba destrozada. Creo que ésa mujer y tu primo han tenido algo.
Luis recostó la cabeza sobre su hombro.
Rafaela cerró los ojos.
Tuvo ganas de llorar.
28.
Álvaro se dirigió a la puerta iluminada. Tenía una bolsa de hielo en una mano, le congelaba los dedos. Se preparó para lo peor. Se dirigió a donde estaba Marcela. Había menos gente de la que estaba cuando se fue. Marcela lo escudriñó mientras se acercaba.
- Siento lo que pasó, señora.
Álvaro dejó la bolsa de hielo encima de una mesa. Se sintió ridículo. Se dio cuenta que había entrado cargando una bolsa de hielo.
- Es ella, mi secretaria, cree que se ha enamorado de mí…
- Patricia está en su cuarto -dijo Marcela.
Álvaro atravesó la sala. Mientras avanzaba, todas las miradas se posaron sobre él. Subió las escaleras saltando de dos en dos los escalones. De inmediato se dirigió a la segunda puerta a la derecha. Intentó entrar, pero la puerta estaba cerrada con llave. Le dieron ganas de orinar. Miró la puerta al final del pasillo, donde estaba el baño. No había tiempo para eso. Tocó la puerta dos veces con el aro de matrimonio, y dijo:
- Patricia, ábreme. Soy yo…
Pero Patricia no abrió. Álvaro pegó la oreja a la puerta. Escuchó el sonido de un televisor. Las risas grabadas de un programa cómico. Era como si Patricia no existiera. Álvaro cerró los ojos. Se preparó para lo peor.
- Escucha, no ha sido mi culpa… -le dijo.
Álvaro se dejó caer. No tenía fuerza en las rodillas. Quería irse. Estaba a punto de hacerlo cuando la puerta se abrió. Patricia estaba a oscuras. Se había quitado el vestido de novia y ahora estaba tirado en el piso. Llevaba puesto un vestido gris. Tenía la cara pálida y los ojos rojos. Sujetaba un libro en la mano.
- ¿Puedo entrar? -preguntó Álvaro.
Patricia enrojeció. Le lanzó una bofetada. Era la segunda vez que le pegaban en la noche. Álvaro se quedó pensativo.
- ¿Y eso quiere decir?
- Vete a la mierda -dijo Patricia, entrando a la habitación.
- Escúchame…
Álvaro la siguió.
- ¿A dónde te fuiste? -Preguntó Patricia.
- Salí, necesitaba sacar a pasear mi mente…
- Te fuiste con ella…
- Necesitaba arreglar un asunto…
- ¿Qué asunto?
Patricia arrugó el rostro. Se puso a llorar. Álvaro se quedó quieto. Detestaba verla llorar. Se ponía fea. La masturbación es simple. Uno no se exige mucho a sí mismo. Si te peleas con una mujer, lo más probable es que diga que fuiste malo en la cama.
- Un asunto.
- ¿Te has acostado con ella?
Álvaro negó con la cabeza. Patricia siguió llorando. Arremetió con la misma pregunta otra vez. Estaba histérica.
- Te he dicho que no.
Patricia siguió con lo mismo. Álvaro volvió a negarlo. Ella sabía que él mentía. Álvaro sabía que estaba mintiendo. Todos lo sabían. Finalmente, Patricia terminó al borde de la cama. Tenía la cara oculta entre las manos. Álvaro se sentó al otro extremo. Esperó que terminara de llorar para preguntarle:
- ¿Estás bien?
- No -dijo Patricia.
Por el televisor estaban dando “Friends”. El sonido de las risas grabadas. Álvaro miró la pantalla del televisor pensativo.
- ¿Qué lees? -le preguntó.
Patricia se secaba las lágrimas.
- El libro de Luis.
Álvaro sonrió. Cogió el libro y lo abrió por la primera página. Buscó la dedicatoria. “A Patricia”. Luego leyó la primera línea del primer párrafo: “Había sido un invierno duro. Ella guardaba la esperanza de que pronto todo iba cambiar”.
- Conque el libro de Luis.
- Sí.
- Tremenda porquería -dijo Álvaro, tirándolo al piso-. Doscientas páginas de mala literatura, de palabras puestas al azahar, de oraciones mal escritas…
- Tú nunca podrías escribir nada porque no tienes corazón.
- ¿De qué hablas?
- Nunca debí fijarme en ti.
- Deja de decir eso.
- Desde el primer día supe que iba a ser así.
- Luis es un perdedor. Se va a morir de hambre toda su vida.
- Por lo menos me dedicó un libro.
- ¿Y de qué sirve un libro?
Ambos se quedaron en silencio. La habitación era iluminada por la pantalla del televisor que cambiaba de colores. Nada más se escuchó la voz de Jennifer Aniston haciendo un chiste, las risas grabadas y la canción final de “Friends”.
29.
Marcela les pidió que dejaran de tocar. Se acercó discretamente a la banda y les pidió que tomaran un descanso. El vocalista, un trompetista canoso y retirado, levantó los hombros con desgano y dejó el escenario. Los demás músicos lo siguieron.
Una vez sin música, Marcela pudo concentrarse mejor. Apenas se oía el murmullo de la gente y una especie de música de fondo de suspenso, que en realidad era su corazón, latiendo y latiendo al son de cómo iban las cosas allá arriba. Para amortiguar ese molesto sonido, mandó a poner un disco de Miles Davis en el equipo de música, colocado estratégicamente en un extremo de la sala.
José Sokolich, por su parte, dejó de tomar. Se acomodó la corbata y se levantó en busca de Sebastián Bobadilla. Lo abordó sonriéndole. Ambos sostenían vasos de whisky a medio terminar en la mano. En el de Bobadilla sobresalían dos inmensos hielos sin derretir.
Sin decir palabra Bobadilla le sirvió más whisky de una botella que sacó de un minibar. Sokolich bebió más. Los chicos que habían estado bailando en la sala tomaron sus cosas y se dirigieron a la puerta. Un hombre de terno los convenció para que se quedaran. Eran órdenes de Marcela.
- Bueno -comenzó Sokolich-, sé que no es buen momento para discutir esto, pero tenemos serios problemas con la fábrica…
Los ojos de Bobadilla se encendieron. Primero se pusieron grandes, como dos globos de agua a punto de explotar, en seguida separó las cejas, absolutamente blancas, en contraste con la negritud de su pelo. Se escuchó en el segundo piso una puerta que se abría y una bofetada limpia.
- Explícate -le exigió Bobadilla.
- Es sobre la mujer…
- ¿Qué mujer?
- La mujer.
En la sala, sonaba el disco “Kind of Blue” de Miles Davis. Lola y el hijo de Sokolich entraron a la sala riéndose a carcajadas. Se pusieron a bailar dando saltos, incongruentes con el jazz, mientras Lola daba vueltas sobre su eje. Coco tenía la camisa medio desabotonada, su cabeza le seguía colgando del cuello como si no le quedaran fuerzas para sostenerla. Al otro extremo de la sala estaban parados Luis y Rafaela. Conversaban muy bajo. Su lenguaje corporal los delataba. Los dedos de Luis recorrían la cintura de Rafaela mientras ambos hablaban. Todo esto hizo que Coco perdiera el control y cayera al piso.
Se escucharon risas. Unos pocos aplaudieron. Sokolich caminó directo hasta donde estaba su hijo y lo ayudó a levantarse. Le dijo que había bebido demasiado. Coco negó con la cabeza. Su mamá lo abordó diciéndole:
- Estás hecho una mugre.
- Se me derramó un daiquiri, ¿está bien? Sé que parece sangre, pero no es sangre.
Coco hablaba con los ojos semi cerrados. Abajo, al borde del pantalón, tenía una mancha negra que, según afirmó, tampoco era sangre. La siguiente media hora, hasta que se hiciera madrugada, Coco se dedicó a pernoctar con el cuello doblado y la cabeza colgando del respaldar de una silla.
Sokolich llamó a Luis. Tenía un vaso de whisky en la mano y su aliento era narcotizante. Luis se acercó y saludó a Bobadilla como quien no quiere la cosa.
- ¿Qué pasó exactamente con Rita? -Le preguntaron.
- ¿Rita? -preguntó Luis.
- Sí -dijo Bobadilla-, la chica a la que supuestamente violaron en el baño de la empresa.
Luis suspiró. Aquello le olía a dos cosas: su sentencia de muerte o la lejana posibilidad de que su parentesco político con Sokolich lo salvara. A fin de cuentas, ¿quién quería realmente seguir trabajando en la planta textil?
- La verdad, yo aquello lo supe de segundas voces. Yo trabajo en control de calidad, y por lo que tengo entendido… -se arriesgó Luis- el asunto con Rita fue algo más que un asunto laboral…
- ¿Cómo es eso? -preguntó Bobadilla.
- Rita era la única empleada mujer que teníamos. Aquello, como ustedes saben, perturbaba un poco a los demás trabajadores. Tomen en cuenta -Luis enfatizó- que sólo había un baño en la empresa. Rita tenía que lidiar con urinarios todo el día, y sin embargo, llevaba trabajando ahí más de tres años, desde que abrió la planta…
- Al grano -dijo Bobadilla.
Luis miró al interior de la sala. Rafaela se había sentado en uno de los sillones y se había encogido en posición fetal.
- Lo que les trataba de decir era que si Rita había seguido trabajando en la empresa, debía de tener sus motivos. La primera versión que escuché era que Rita no había sido violada, sino que alguien la había golpeado en el estómago provocándole un aborto.
Miles Davis siguió sonando. Los labios de Sokolich se habían cuarteado debido al alcohol. Bobadilla asentía con la cabeza. Luis sonreía.
- Ahora -le dijo-, si quiere un abogado, hable con su yerno…
30.
Álvaro, cuando era presidente del comité estudiantil, estuvo con una chica de pelo marrón. Solía llevarla consigo, como una extensión suya, muy orgulloso de su buen gusto para elegir mujeres. Pero luego algo pasó. Álvaro, en circunstancias que serían difíciles de explicar, descubrió que Mariana había estado viendo a un tal Carlos. Ella nunca supo cómo explicárselo y al poco tiempo terminaron.
Todo esto se lo cuenta el amigo de Álvaro a Almendra mientras una enfermera le inyecta un antibiótico en un brazo. Almendra tiene la mitad de la cara hinchada. Su vestido a cuadros está sucio, con manchas verdes y rojas. Tiene enredado en el pelo pequeñas ramas secas de pasto.
Al principio, Álvaro no hizo mucho ruido, siguió con aquella expresión que tiene en la cara, tan seria, mientras continuaba con los cursos y proyectos que tenía en mente. Al poco tiempo dejó de ser presidente del comité estudiantil de la facultad, y cedió el paso a otros chicos de segundo o tercer año y consiguió prácticas profesionales, hablaba mal de Mariana cada vez que podía. Una noche, Álvaro y sus amigos fueron a la fiesta de cachimbos que organizaba el comité estudiantil. Era la época de la cocaína, y Álvaro y sus amigos andaban desde temprano con eso. Una vez en la fiesta, las luces multicolores bañaban la mesa donde estaban sentados. Era un local de Miraflores frente al parque Kennedy. Álvaro se sentó al borde de una de las ventanas. Desde ahí se podía ver el parque. Después de un rato vio a Mariana con un chico en la puerta y sin pensarlo dos veces, dio un enorme salto y cayó junto a ellos.
- Hola, ¿cómo estás? -dijo Álvaro.
Mariana arrugó el rostro. El chico, que era un tipo más bien bajo, se presentó como Carlos. Álvaro les mostró una admirable sonrisa. Mariana tragó saliva. Álvaro ofreció hacerlos entrar gratis. Movió sus influencias y lo hizo. Una vez adentro, los amigos de Álvaro bailaban el paso de Robocop mientras reían y mostraban sus encías a quienes estaban dispuestas a verlas. Una vez avanzada la noche, Álvaro se sentó en la mesa de Mariana y empezó a gritarle a Carlos. Su expresión era otra. Se había convertido en una persona muy diferente a quien solía ser. Tuvieron que separarlos. Fue un conato de pelea. Mariana y su novio se fueron al rato.
El amigo de Álvaro le terminó de contar la historia en la cafetería de la clínica. Almendra parecía entretenida. El amigo de Álvaro adelantó la historia hasta las cuatro o cinco de la mañana de aquella noche, cuando fueron en carro hasta a la casa de Mariana. Todos estaban demasiado acelerados. La sonrisa de Álvaro era retorcida. Había algo malicioso en él que ocultaba la mayor parte del tiempo, y que salía a flote sólo en situaciones como ésa. Dejaron el carro prendido y Álvaro bajó. Caminó hasta la puerta con la camisa afuera y el pelo mojado debido al sudor. El corazón de todos latía con fuerza. Álvaro tocó el timbre. Los demás pensaron que lo hacía sólo por molestar. Entonces Álvaro cogió una enorme piedra y la lanzó contra una de las ventanas. El sonido hizo que las luces se encendieran. Un perro empezó a ladrar. Álvaro corrió y se metió al carro. Le gritó al que conducía:
- ¡Acelera!
El auto quemó llanta. De pronto todos estaban muy excitados. Le preguntaban a Álvaro qué había sido eso. Álvaro no paraba de reírse. Parecía muy divertido. Su cara estaba absolutamente pálida y su sonrisa, más que retorcida, estaba ahora fuera de control. Después de eso el amigo de Álvaro no recordaba nada. Se supone que siguieron tomando whisky en casa de uno de ellos hasta que se hizo de día.
- ¿Álvaro tiene doble personalidad? -Preguntó Almendra.
- No lo creo. Simplemente es como es.
- ¿Y qué pasó con Mariana?
- Bueno, al día siguiente llamaron a la casa de Álvaro. ¿Alguna vez has conocido a sus padres? Son como dos cuerpos carentes de sentido. Hablan poco. Al principio, pensé que Álvaro era callado por eso. Luego me di cuenta que no era callado…
Almendra movía la cucharita dentro de su taza de té sin ganas. No podía comer nada. Tenía moretones en la cara, un diente destrozado y estaba llena de analgésicos. Llevaba ventado uno de sus brazos. Le recomendaron que se lo colgara de un pañuelo.
- ¿Y qué pasó después? -Preguntó Almendra.
- Álvaro dio rienda suelta a su cinismo. Su mamá sólo sabía que había llegado a las cuatro de la tarde.
- ¿Nunca lo denunciaron?
Almendra le dio un sorbo a su taza de té caliente.
- No habían pruebas de nada.
Almendra agachó la cabeza. Todo lo que había pasado la había dejado sobria. El amigo de Álvaro no dejaba de mirarla. Almendra se sintió mal. Tenía un enorme agujero negro en el estómago que se lo tragaba todo. Después de un rato, Almendra empezó a llorar. El amigo de Álvaro la abrazó. Cuando se fueron de ahí, la cafetería seguía vacía.
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